Cuando nos encontramos con Cristo, uno
no puede quedarse neutro. Sólo hay dos respuestas posibles:
Una es la del joven rico. Quiere llegar
al Reino de Dios. Pero cuando se entera del alcance de lo que exige
este camino, se retira. En todo caso, no podrá borrar de su memoria,
ni de su corazón, lo que Jesús le ha dicho.
La otra respuesta posible - y necesaria
- es la del consentimiento a la voluntad de Dios, aunque esto nos
cueste al menos al comienzo. En Cafarnaún muchos discípulos dejaron
a Jesús. Cuando Éste pregunta a los doce si querían irse también,
se nota cierta angustia en la respuesta de Pedro: ¿Adónde
iremos? Se siente como entre espada y pared, entre los deseos del
ego, del falso yo, y del amor a Cristo. Pedro se decide por éste: Tú
tienes palabras de vida eterna.
Al comienzo del camino espiritual
siempre está una entrega consciente, un consentimiento a la voluntad
de Dios. Esto comenzó ya en el antiguo testamento, con Abrahán,
Moisés, David, etc. y llegó a su expresión más sublime en el sí
de María que, como fruto, nos trajo al mismo Dios hecho hombre.
El mismo Jesús pasó por allí.
También Él sentía el deseo de vivir, pero no como yo quiero
sino como tú quieres: hágase tú voluntad. Y, al haber cumplido
toda su pasión según la voluntad del Padre, colgado en la cruz y
desprovisto de todo, a punto de morir, dice en tus manos
encomiendo mi espíritu.
No es fácil comenzar este camino; pero
no es cuestión de sentimientos, sino de una decisión, una decisión
tomada, quizá, después de una larga lucha interior que nos hace
sudar sangre, pero, al final, tomada con serenidad desde el
fondo de nuestro corazón. A partir de este momento nos sentiremos
con una paz profunda que sobrepasa todo entendimiento, y que nos
mantiene firmes en medio de dificultades y contrariedades. No es la
paz del poderoso que confía en sus armas y desprecia al débil, sino
la paz del que se sabe acompañado por Dios y, por eso, puede tener
compasión de otros que sufren.
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